Obispo González-Manso

En una casa de la calle del Agua nº 3 A y sobre el pórtico de la iglesia parroquial de San Juan Bautista, hay sendos escudos de armas con idénticos blasones, timbrados por un sombrero del que penden dos cordones con diez borlas cada uno.

Divide su campo, que es sencillo, una banda engolada en boca de dragones. En el cantón siniestro del jefe, se acomodan cuatro estrellas de ocho puntas, mal ordenadas y en el cantón diestro de la punta, otras tres iguales en posición de banda. En la bordura ocho aspas o sotueres. (Escudo nº 105).

Ambos escudos corresponden a don Pedro González-Manso, obispo que fue de Guadalix, Tuy, Badajoz y Osma, del Consejo del Rey, presidente de la Audiencia, Canciller de Valladolid y gran bienhechor de Oña y de su Monasterio de San Salvador.

Yepes, Argaiz y Barreda dicen que fue natural de Oña. Florez, en cambio, cree que fue de Canillas, obispado de Calahorra.

Ciertamente fue sobrino del abad don Juan Manso, se crio en Oña y allí estudió las primeras letras. A su muerte acaecida entre los años 1538/9, fue enterrado en la capilla de San Íñigo, al que profesaba una gran devoción.

Actualmente yace en un hermoso mausoleo de mármol, adosado al muro del claustro gótico o de los caballeros, en el citado Monasterio, sumamente deteriorado por la barbarie de los que en el siglo XIX, convirtieron el citado claustro en cuartel de una tropa indisciplinada y almacén de su impedimenta.

Blasones y linajes de la provincia de Burgos.

Autor: Francisco Oñate Gómez.

Oña, su historia

Aunque la localidad de Oña hunde sus raíces en los tiempos más remotos (cuevas con restos paleolíticos y un castro autrigón posteriormente romanizado) su entrada en la historia se puede situar a mediados del siglo VII, cuando surgió como fortificado baluarte de uno de los más estratégicos accesos al norteño territorio en donde se habían refugiado las gestes cristianas ante la presión militar de los musulmanes del sur. Dos años más tarde, sobre el año 950, el primer conde independiente de Castilla, Fernán González, le concede sus primeros privilegios. Su nieto, el conde Sancho García, el de los Buenos Fueros, eleva el lugar al rango condal y funda el monasterio de San Salvador, que pone en manos de su hija, la infanta Tigridia.

Desde ese momento el devenir de Oña va a estar ligado íntimamente a esa poderosa abadía benedictina (sus abades ostentaban el título de señores de Oña), que con el tiempo llegó a convertirse en una de las instituciones más influyentes de todo el reino de Castilla. las exenciones y fueros con los que contaba Oña, en especial los concedidos por el rey Alfonso VIII, contribuyeron a su desarrollo económico y fueron el foco de atracción para una numerosa comunidad judía.

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El Monasterio de Oña su arte y su historia

En Oña hay un viejo monasterio, abrumado de Historia, que soporta con inalterable juventud la pesadumbre de los años. En sus muros y panteones duermen un sueño de siglos monarcas y caballeros egregios, y bajo las losas tumbales del pavimento yace tendida una muchedumbre de abades y monjes que desfilaron sobre ellas en vida, en su ininterrumpido relevo durante nueve siglos.

La fecha mas remota que se conoce en los anales de este monasterio es el 3 de Febrero de 1002. Por esta época Oña era una pequeña villa murada, rodeada de foso, y extensos bosques cubrían las laderas de sus montes; los magníficos manantiales que brotaban por el robledal y los encinares de Valdoso lo umbroso del bosque, lo escondido del valle, parecen ser, según tradición entre los monjes, los motivos que decidieron la elección de este terreno en el ánimo del belicoso nieto de Fernán González: el conde Don Sancho.

De todas las construcciones del Monasterio, la que conserva mayor belleza dentro de su nativa unidad artística es el claustro gótico, sin disputa uno de los mejores que este estilo ha producido en España. El arquitecto que trazó los planos parece ser Simón de Colonia, que por entonces (año 1503) trabajaba en Burgos y debía trasladarse a Oña a dirigir las obras.

Pero lo que mas acrecienta el valor de este claustro es la alta alcurnia y los gloriosos hechos de armas de los caballeros que en él descansan; pertenecen a los linajes mas esclarecidos de Castilla y realizaron sus gestas en aquella ruda epopeya de la Reconquista.

Mausoleo de don Pedro González-Manso en el claustro de Oña

Al llegar a este mausoleo el artista abandona bruscamente la organización gótica de arcosolios festoneados y de archivoltas decoradas con cardinas; y cubre todo el espacio comprendido entre las dos haces de columnillas que descienden de la bóveda con un suntuoso panteón renacentista, de tipo tan común en España en el siglo XVI; bajo un amplio arco romano, que embellece con un sencillo cuadriculado, un túmulo piramidal de jaspe hace de lecho a una bella estatua yacente, que representa al obispo enterrado.

Artísticamente la escultura presenta las mismas características que las de su obispo auxiliar López de Mendoza, y probablemente es de la misma mano; pero se haya sumamente desfigurada por la barbarie de los que en el siglo XIX convirtieron este claustro en cuartel de una soldadesca indisciplinada y almacén de su impedimenta.

Este bello enterramiento contiene los restos de Don Pedro González-Manso. Conservó siempre mucha devoción a San Íñigo y quiso ser enterrado en su capilla. En realidad así estaba hasta hace poco, pues su sepulcro daba antes a la capilla de San Íñigo que ahora es de Santa Tigridia; le separaba de la iglesia una reja dorada que aún subsiste, aunque ya sin objeto ninguno.

El monasterio de Oña su arte y su historia

Autor: Nemesio Arzalluz

El Panteón Real y Condal del Monasterio de Oña

La iglesia y el claustro sirvieron de enterramiento a diversos personajes de la realeza y de la nobleza castellana, cuyos restos mortales descansan en la actualidad en dos conjuntos compuestos por arcas sepulcrales de madera de nogal ricamente talladas, cubiertas por baldaquinos del mismo material y factura. Los sepulcros, la cubierta y los muros decorados con sargas hispano-flamecas, representan diferentes escenas de la Pasión y la Resurrección de Cristo, constituyendo una obra única en España. Argaiz atribuye la obra a la época de Fray Juan Manso, abad del Monasterio, que comenzó su mandato por los años de 1495. La bóveda de la capilla mayor, una estrella de ocho puntas de 1450, es obra de Fernando Díaz de Presencio, siguiendo las trazas de Juan de Colonia.

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El legado artístico

El monasterio es un conjunto de edificios que consta de iglesia, tres claustros y dependencias monacales que se han ido transformando a lo largo del tiempo de acuerdo a los usos y necesidades de cada época.

Los años finales del siglo XV fueron especialmente interesantes porque supuso un período de renovación artística. En esas fechas finalizaron las obras de ampliación de la capilla mayor, iniciadas hacia 1332. El entonces abad Juan Manso realizó el traslado de los sepulcros de los condes y reyes a su ubicación actual.

Las sargas se han atribuido al maestro Alonso de Zamora que estuvo activo en el taller del monasterio entre los años 1480-1510, coincidiendo con el período de renovación cultural y artística impulsado por el abad Juan Manso. Además de este maestro puede ser posible que existiera otro pintor que continuó el trabajo en el taller, se trataría de Andrés Sánchez de Oña que aparece relacionado con Alonso de Zamora en el monasterio. En ambos casos estamos ante maestros locales formados en el entorno de algunos maestros más importantes, caso del Maestro de los Balbases o de Alonso de Sedano, de los que toman técnica, estilo e influencias que posteriormente interpretarían. En las sergas se aprecia una excesiva dependencia de los acontecimientos narrados que se manifiesta en al continuada repetición de tipos en las sucesivas escenas.

Como corriese la fama por toda España de lo milagroso que era San Íñigo, algunos habitantes del Ebro de Oña hacia arriba, determinaron venir a Oña en peregrinación. Traían sus ofrendas para el Santo y especialmente cirios que ardiesen delante de su Sepulcro. 

Llegaron a las riberas del Ebro, los peregrinos se determinaron a pasar, en la barca se llenó toda de gente, más de lo que debía entrar. En la mitad del río, la barca zozobró y se hundió. Los náufragos clamaban: «Señor Dios de San Íñigo, socórrenos». Los que restaban de pasar al otro lado, confiados en el favor antecedente y con el deseo de visitar al Santo Abad, porfiaron con los barqueros y, por segunda vez, zozobró la barca y se sumergió. Todos sobre las aguas, llegaron a la orilla.